miércoles, 4 de marzo de 2009

Desear es instinto, amar es comprensión", entrevista al Psiquiatra Enrique Rojas

En un diálogo sin concesiones, se interna en las zonas oscuras de las pasiones humanas. Dice que se llegó a una sexualidad desaforada, sin compromiso, basada en la diversión. Y que sólo el sexo con amor dignifica. Confiesa que la muerte de su hijo lo hizo más sabio, y afirma que sólo el amor y la educación nos salvará. “Soy un optimista nato. Creo que el hombre va a regresar a los valores.”

Enrique Rojas, psiquiatra (andaluz de Granada), 55 años, casado, 4 hijas, profesor de la Universidad Complutense de Madrid, es un hacedor de best-seller: El hombre light, Remedios para el desamor, ¿Quién eres?, El amor inteligente, y su último libro, Los lenguajes del deseo. Considerado un médico del alma, trata temas como el amor, la pasión, la soledad, la deshumanización, la pornografía y la banalización de la vida. Es, además, un producto intelectual típico de la nueva España post franquista, que se perfeccionó fuera de su país, y trajo de regreso una visión de la sociedad del bienestar, distinta de la de su origen. Hoy es, y no sólo en España, un referente importante que aportó un lenguaje distinto, más libre y frontal. “No temo decir lo que pienso. No soy un político: no tengo que mentir”.
–Hace 14 años que escribió El hombre light, y sin embargo esa palabra, light, reaparece en sus posteriores libros, una y otra vez: ¿Nada ha cambiado desde entonces?-No. Yo creo que se ha agravado. Hoy la vida va demasiado de prisa. No me refiero sólo a su ritmo sino a los ingredientes, a los valores que se alojan dentro de esa vida. Hemos cambiado más en dos décadas que en un siglo. Los avances técnicos, las modernas investigaciones han revolucionado las formas de vida. Asistimos al desgaste de los materiales sólidos con los que se edificaban las ideas y las creencias. Y que daban firmeza, plenitud y felicidad a la vida. Todo arde en el mercado de la modernidad. Todo.
–Y en ese vértigo, ¿el hombre está más solo y perdido?–Ésta es una sociedad psicológicamente enferma: está perdida, no tiene referente, no tiene remitente, no sabe adónde va. Busca la inmediatez del momento y le interesa sólo el día a día, la ética light.
–¿Cómo describiría a esta ética light?–Es el hedonismo (placer-placer), el consumismo (tener-tener), la permisividad (“Haz lo que quieras”) y el relativismo (nada es bueno ni malo). Esta tetralogía light ha producido efectos que ahora sí percibimos con claridad.
–¿Por ejemplo?–Esta sociedad está neurótica porque busca permanentemente la felicidad y, sin embargo, vive infeliz. Precisamente, a causa de que la busca en la inmediatez. Es una sociedad que no produce gente sana, equilibrada, madura. El ser humano se ha convertido finalmente en un adolescente. No hay tiempo para nada, ni siquiera para vivir. Entonces, son pocos los que se plantan al borde del camino para reflexionar sobre lo que está pasando. No pensar es fatal. La reflexión es justamente la capacidad intelectual de poder preguntarse lo que sucede, adónde voy, qué está pasando. En este momento, el mundo es un laboratorio de crisis psicológicas. Toda la tesis de mi último libro tiende a explicar que la felicidad absoluta no existe. Es una pieza de museo.
–Entonces ¿hay que resignarse?–No. Hay que aspirar a una felicidad razonable, que consiste en una buena relación entre lo que uno ha deseado y lo que uno ha conseguido. Un medio exacto entre lo que ha soñado y ha podido concretar.
–Usted perdió a su único hijo varón. ¿A qué apeló para superar ese drama?–Ahí aprendí la fragilidad de la vida. Es un dolor compacto, sin fisuras. Pero la fe es mágica, una carta escondida en la manga, un baño de oro. Mi hijo se llamaba Enrique, como yo. Tenía dos años. Se ahogó en la piscina de mi casa. Le hicieron traqueotomía, pero no hubo caso… se fue al otro barrio. Tengo profundas convicciones religiosas. No pensé: “Por qué Dios me manda esto” sino: “Si Dios lo ha permitido, será por algo bueno. Lo acepto”. Mi mujer, Isabel, también es muy creyente, pero no lo aceptó como yo. Pasó un año llorando. Sufrió mucho pero ahí salió el psicólogo: le di cariño, viajamos mucho y con el tiempo se disolvió el trauma. A partir de ese momento, no le tuve más miedo a la muerte. Me gustaría que fuera en brazos de mi mujer y rezando. Siento admiración por mi mujer. Me casé con ella un poco tarde: yo tenía 35 años. Creo que por esperar aumentaron mis posibilidades de acertar: hay más serenidad. Ante un problema, le digo: “No pasa nada”. Ella se exaspera y contesta: “Para ti, nunca pasa nada”. Es que después de mi tesis doctoral sobre 213 casos de suicidio, tiendo a quitarles importancia a las cosas. Perdono. Llevo 23 años casado con Isabel.
–Usted habla del “síndrome del último tren” que es, generalmente, cuando el varón, después de muchos años de casado, se enamora de una mujer más joven. ¿Eso no le ocurre también a la mujer?–En menor proporción. La mujer sabe más de los sentimientos que el varón. El varón, por ejemplo, finge amor para encontrar sexo. La mujer, en cambio, finge sexo para buscar amor. En el varón, la belleza de la mujer actúa como un reclamo. En la mujer, la calidad humana y la belleza interior suelen ser un tirón más fuerte.
¿En qué consiste el síndrome del penúltimo tren? Se da en el 90 por ciento de los varones entre 40 y 65 años. Usan este discurso: “Te quiero mucho, pero no estoy enamorado de ti”, “Vales mucho, pero yo ya necesito otra cosa”, “Sé que eres buena, pero para mí no eres divertida”, “Eres buena madre, pero a mí me cansas”, “Tengo que ser sincero contigo y decirte que ya no te necesito. Busco una ventana de aire fresco en mi vida afectiva… y creo que aún estoy en el mercado”. La nueva conquista debe tener muchos años menos y ser presentada a los demás como un trofeo. Yo no creo en el amor eterno. Creo en el amor que se trabaja día a día, como una tarea de orfebrería psicológica. El amor maduro es alquimia y magia y códigos secretos y complicidad. Cuando el corazón y la cabeza se contradicen, el ser humano se siente desgarrado y, en vez de ser brújula, es veleta arrastrada por sus deseos. Es una crisis de identidad personal.
–¿Qué nos salva?–El amor y la educación. Educar es acompañar, extraer. Pero es algo más: es cautivar con argumentos positivos, entusiasmar con los valores, seducir con lo excelente. Es una tarea artesanal, paciente, amorosa. La educación es lo que nos convierte en personas, que es tanto como decir que es lo que nos hace libres.