Mientras iba de camino a mi casa, para almorzar, escuchaba un programa radial sobre medicina en una emisora local. Había un neurocirujano hablando sobre la memoria, y dando consejos para evitar perderla en la vejez. Aconsejaba leer muchos libros y apagar las «cajas embrutecedoras» que tenemos en nuestras casas (televisores), así evitaríamos el Alzheimer o la demencia y nuestros hijos nos dejarían poner nuestra mecedora en las salas de sus casas tranquilamente —lejos del asilo—, para que les relatemos viejas historias a los nietos (quizás sobre una tecnología arcaica que se llamaba Internet o la fiebre de los blogs) sin ponerlos en vergüenza.Como escritor amateur, sería yo el menos indicado para plantear estas observaciones, pero lo cortés no quita lo valiente, y ante una ajusticia tan grande, me veo en la obligación de levantar mi voz. Siempre queda muy bien, para fines de proyectar erudición, ponerse en contra del televisor. Cualquiera podría decir, por ejemplo, que limita la capacidad de razonamiento de los adultos o propicia la violencia en las mentes más jóvenes, y le hará bien a su imagen; aunque cuando llegue a su casa guarde la careta dentro del libro que supuestamente lee y encienda su aparato para ver Betty la Fea.
Convertirse en intelectual de golpe y porrazo es muy fácil, tanto así, que lo puede lograr cualquiera, hasta el que no se haya terminado el libro Nacho. Solo hace falta reunirse los viernes por la noche en el patio de algún amigo a fumar cigarros, comer buenos quesos, degustar vinos con denominación de origen e idolatrar los LPs sentado sobre una mecedora. Si entre una cosa y la otra, puedes dejar caer el comentario de que le regalaste el televisor a algún enemigo (para dañarles el futuro a sus hijos, pues si ven caricaturas por las tardes no llegarán a la universidad) y remplazaste los programas del cable por el teatro de Oscar Wilde, estás hecho. En cambio, si llegas con un CD quemado, un litro de Coca-Cola, un Ipod repleto de Mp3s bajados de Internet o sin ningún libro de poemas debajo del brazo, estarás muy mal parado.
He aquí una gran verdad: las grandes mentes toman vinos, los ignorantes Pepsi (patrocinada por Britney Spears y Ricky Martin) y los cristianos amamos la Coca-Cola (bebida oficial de los santos).
He escuchado algunos críticos argumentar en contra del aparato que muchos programas son basura, pero no se puede desechar un medio utilizando casos aislados. Utilizando esa misma línea de razonamiento sería posible sostener que la radio es diabólica porque existe un Howard Stern (de no gustarle este señor a quien lo diga, claro está), que el Internet es malo porque existen páginas pornográficas o que los púlpitos muchas veces han sido ocupados por herejes, por lo cual, cualquiera que se suba en uno hará lo mismo. Libros basura también hay, y en cantidades industriales, pero como el simple acto de leer se supone todo un logro y dejarse caer sobre el sofá se entiende como vaguedad, sin tomar en cuenta criterios cualitativos, cualquier lector, aún si lo fuera de las novelitas Deseo, es bien visto, y el televidente más selecto, es vituperado.
En mi opinión, la televisión, el cine, los libros y los paquitos (como el de Memín) son todos medios igualmente validos para acercarse a la cultura, pero la televisión ha tomado la delantera en los últimos tiempos. Gracias a unas series con tramas elaboradas, complicadas e interesantes y caricaturas con guiones originales e ingeniosos, la caja negra se ha reivindicado. Solo por poner un ejemplo: delante de Lost, muchas novelas de las que se les rotula el cintillo de Bestseller serían un Juanito y los frijoles mágicos cualquiera. Tampoco cambiaría una temporada de Los Simpsons por muchos de los libros que figuran en el estante de novedades de las librerías.
Por otro lado, la televisión no tiene los problemas que tienen los libros. Antes de tener vehículo propio, cuando era pieandante, leía en los vehículos públicos. Llegué a desarrollar la habilidad de abrir la puerta, desmontarme del auto, esperar que otro pasajero se desmonte, entrar de nuevo y cerrar la puerta; todo esto sin perder el ritmo de lectura. Pero una vez una señora, también pasajera, me dijo que leer en un vehículo en movimiento era una de las principales causas del desprendimiento de retina. Junto a esto, dígase que leer en el baño (todo un santuario de la cultura para quienes amamos los libros) es una de las principales razones por las que se llega a sufrir de hemorroides. De la columna vertebral, el libro no es el mejor amigo. En lo personal, tengo las coyunturas sueltas y la manía de pararme doblado la arrastro desde la adolescencia, inclinarme para leer no le hace bien a mis huesos. Por razones de salud (visuales, renales u ortopédicas), el libro es un peligro y la televisión un hábito saludable, tanto como comer frutas y verduras o cepillarse los dientes tres veces al día.
El costo de la cultura es otro factor a tomar en cuenta. Si no fuera porque tengo una librería al frente de la oficina y algunos libros los leo in situ (¿piratería?, podría ser) no podría darme el gusto de leer algunas obras. Leer es un Lujo que no todos podemos darnos. Otro medio prohibitivo es el cine. Una noche de película para una familia de cinco integrantes cuesta no menos de 1,500 pesos: 750 por 5 boletos más palomitas de maíz y refrescos (que cuestan un ojo de la cara en esos lugares). Es un robo en un país donde el sueldo mínimo no supera los 5,000 pesos.
La industria cinematográfica se queja de que en todas las esquinas haya un mochilero vendiendo DVDs por 70 pesos, pero lo que no dicen es que los más pobres están teniendo un acercamiento a la cultura que de otro modo les estaría prohibido. Con una película de muñequitos pirateada, una funda de pan, un jarrón de chocolate y como no, con un televisor decente para verla, una familia humilde resuelve la noche del sábado. Los ricos ni se enteran, ellos pueden ir al salón VIP de Malecon Center, donde a 500 pesos por cabeza te dan un asiento más grande, te dejan pisar una alfombra de terciopelo y hasta te suben por el ascensor unos señoritos de lo más bien vestidos.
Hace falta que el gobierno subsidie la distribución de películas en los barrios pobres, que se les den facilidades de financiamiento para televisores más grandes a las familias más humildes —así no se dañan la vista leyendo los subtítulos— y que en vez de estar satanizando las pantallas para hacer gala de erudición, los intelectuales inviertan el tiempo en formar televidentes críticos, que serían tan válidos como los más refinados lectores, más saludables y mucho más económicos.
Convertirse en intelectual de golpe y porrazo es muy fácil, tanto así, que lo puede lograr cualquiera, hasta el que no se haya terminado el libro Nacho. Solo hace falta reunirse los viernes por la noche en el patio de algún amigo a fumar cigarros, comer buenos quesos, degustar vinos con denominación de origen e idolatrar los LPs sentado sobre una mecedora. Si entre una cosa y la otra, puedes dejar caer el comentario de que le regalaste el televisor a algún enemigo (para dañarles el futuro a sus hijos, pues si ven caricaturas por las tardes no llegarán a la universidad) y remplazaste los programas del cable por el teatro de Oscar Wilde, estás hecho. En cambio, si llegas con un CD quemado, un litro de Coca-Cola, un Ipod repleto de Mp3s bajados de Internet o sin ningún libro de poemas debajo del brazo, estarás muy mal parado.
He aquí una gran verdad: las grandes mentes toman vinos, los ignorantes Pepsi (patrocinada por Britney Spears y Ricky Martin) y los cristianos amamos la Coca-Cola (bebida oficial de los santos).
He escuchado algunos críticos argumentar en contra del aparato que muchos programas son basura, pero no se puede desechar un medio utilizando casos aislados. Utilizando esa misma línea de razonamiento sería posible sostener que la radio es diabólica porque existe un Howard Stern (de no gustarle este señor a quien lo diga, claro está), que el Internet es malo porque existen páginas pornográficas o que los púlpitos muchas veces han sido ocupados por herejes, por lo cual, cualquiera que se suba en uno hará lo mismo. Libros basura también hay, y en cantidades industriales, pero como el simple acto de leer se supone todo un logro y dejarse caer sobre el sofá se entiende como vaguedad, sin tomar en cuenta criterios cualitativos, cualquier lector, aún si lo fuera de las novelitas Deseo, es bien visto, y el televidente más selecto, es vituperado.
En mi opinión, la televisión, el cine, los libros y los paquitos (como el de Memín) son todos medios igualmente validos para acercarse a la cultura, pero la televisión ha tomado la delantera en los últimos tiempos. Gracias a unas series con tramas elaboradas, complicadas e interesantes y caricaturas con guiones originales e ingeniosos, la caja negra se ha reivindicado. Solo por poner un ejemplo: delante de Lost, muchas novelas de las que se les rotula el cintillo de Bestseller serían un Juanito y los frijoles mágicos cualquiera. Tampoco cambiaría una temporada de Los Simpsons por muchos de los libros que figuran en el estante de novedades de las librerías.
Por otro lado, la televisión no tiene los problemas que tienen los libros. Antes de tener vehículo propio, cuando era pieandante, leía en los vehículos públicos. Llegué a desarrollar la habilidad de abrir la puerta, desmontarme del auto, esperar que otro pasajero se desmonte, entrar de nuevo y cerrar la puerta; todo esto sin perder el ritmo de lectura. Pero una vez una señora, también pasajera, me dijo que leer en un vehículo en movimiento era una de las principales causas del desprendimiento de retina. Junto a esto, dígase que leer en el baño (todo un santuario de la cultura para quienes amamos los libros) es una de las principales razones por las que se llega a sufrir de hemorroides. De la columna vertebral, el libro no es el mejor amigo. En lo personal, tengo las coyunturas sueltas y la manía de pararme doblado la arrastro desde la adolescencia, inclinarme para leer no le hace bien a mis huesos. Por razones de salud (visuales, renales u ortopédicas), el libro es un peligro y la televisión un hábito saludable, tanto como comer frutas y verduras o cepillarse los dientes tres veces al día.
El costo de la cultura es otro factor a tomar en cuenta. Si no fuera porque tengo una librería al frente de la oficina y algunos libros los leo in situ (¿piratería?, podría ser) no podría darme el gusto de leer algunas obras. Leer es un Lujo que no todos podemos darnos. Otro medio prohibitivo es el cine. Una noche de película para una familia de cinco integrantes cuesta no menos de 1,500 pesos: 750 por 5 boletos más palomitas de maíz y refrescos (que cuestan un ojo de la cara en esos lugares). Es un robo en un país donde el sueldo mínimo no supera los 5,000 pesos.
La industria cinematográfica se queja de que en todas las esquinas haya un mochilero vendiendo DVDs por 70 pesos, pero lo que no dicen es que los más pobres están teniendo un acercamiento a la cultura que de otro modo les estaría prohibido. Con una película de muñequitos pirateada, una funda de pan, un jarrón de chocolate y como no, con un televisor decente para verla, una familia humilde resuelve la noche del sábado. Los ricos ni se enteran, ellos pueden ir al salón VIP de Malecon Center, donde a 500 pesos por cabeza te dan un asiento más grande, te dejan pisar una alfombra de terciopelo y hasta te suben por el ascensor unos señoritos de lo más bien vestidos.
Hace falta que el gobierno subsidie la distribución de películas en los barrios pobres, que se les den facilidades de financiamiento para televisores más grandes a las familias más humildes —así no se dañan la vista leyendo los subtítulos— y que en vez de estar satanizando las pantallas para hacer gala de erudición, los intelectuales inviertan el tiempo en formar televidentes críticos, que serían tan válidos como los más refinados lectores, más saludables y mucho más económicos.
Fuente: http://www.pezmundial.com/
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