domingo, 12 de agosto de 2007

El infalible remedio para los males del corazón


El corazón humano está impregnado de pecado, y en conocimiento de la penalidad que la ley establece para la infracción, se encuentra frente al complejo dilema de la muerte eterna. Somos imperfectos. Hemos quebrantado la palabra de Dios. Desde que éramos niños hemos violado los mandamientos del decálogo. Es decir, hemos cometido pecado y merecemos la muerte. Por tanto, la suerte que nos espera es la muerte eterna a menos que alguien intervenga a nuestro favor. Pero gracias a Dios existe un gran remedio para el pecado y el corazón humano. Los males del corazón pueden ser remediados por el redentor. Hay una manera de escapar de la muerte inevitable. Es Jesús, el salvador del mundo, quien es nuestro salvador personal si le aceptamos como tal. “Siendo justificados gratuitamente por su gracia –declaró el apóstol Pablo- por la redención que es en Cristo Jesús”. (Ro. 3:24).
Con razón, pues, San Pablo afirma a los Gálatas: “De manera que la ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo, a fin de que fuésemos justificados por la fe”. (Gá. 3:24). He aquí, pues, una de las grandes misiones de la ley: Llevarnos a Cristo. ¿Cómo nos lleva a Cristo la ley? Mostrándonos nuestras manchas y deficiencias espirituales, revelándonos nuestro pecado. Luego, ante el hecho de que nos resulta absolutamente imposible justificarnos por nosotros mismos, frente a la total inutilidad de nuestros esfuerzos para lograr nuestra justificación, resolvemos ir a Aquel que vertió su sangre para limpiarnos de nuestros pecados y librarnos de la muerte eterna. Jesús nos ofrece hoy mismo su poder para lavar nuestra vida de toda contaminación.
El profeta Jeremías, respecto a la importancia humana frente a los pecados, explica: “Aunque te laves con lejía, y amontones jabón sobre ti, la mancha de tu pecado permanecerá aún delante de mí, dijo Jehová”. (Jeremías 2:22). Es imposible liberarnos de la muerte por nuestra propia cuenta. Pero tan pronto como se hace carne en nosotros la convicción de nuestra insuficiencia frente al manchado registro de nuestra vida pasada y de nuestros pecados pasados, resuena en nuestros oídos y halla eco en nuestro corazón la gloriosa verdad de que: “La sangre de Cristo su Hijo nos limpia de todo pecado”. (1º Juan 1:7). Por el arrepentimiento y la confesión de nuestro pecado (1º Juan 1:9) éste queda perdonado, borrado, limpiado, satisfecha la exigencia de la Ley, y el trasgresor plenamente justificado a los ojos de Dios.
El Dr. Billy Graham, respecto a la justificación de los pecados, escribió: “Hay una cuatrocientas sesenta menciones de la sangre en la Biblia. En el Nuevo Testamento, Jesús nos habla 14 veces de su sangre. ¿Por qué? Porque con el derramamiento de su sangre hizo posible nuestra salvación. Pagó la pena de nuestros pecados, y nos redimió. La paga de nuestro pecado y rebelión es la muerte. Jesús se presentó diciendo: ‘Yo acepto esa muerte’, y voluntariamente puso su vida, recibiendo el castigo que merecíamos nosotros. Ese es el significado de la cruz. La sangre de Jesucristo no sólo nos redime, sino que nos justifica. Ser justificados significa más que ser perdonados. Yo puedo decirte: ‘Te perdono’, pero no puedo justificarte. Pero Dios no solo perdona tu pasado, te viste ropas de justicia, como si nunca hubieses pecado. Sin embargo, costó la sangre de su Hijo en la cruz”. Apocalipsis 1:5 dice: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre”. Jesús es el remedio infalible para los males del corazón. De eso no hay duda.

Julio C. Cháves
escritor78@yahoo.com.ar

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