En el salmo 40:1-3 el salmista David refiere una metáfora que explica claramente la obra regeneradora del poder de Dios, que por supuesto él conoció en carne propia: “Al Señor esperé pacientemente, y El se inclinó a mí y oyó mi clamor. Me sacó del hoyo de la destrucción, del lodo cenagoso; asentó mis pies sobre una roca y afirmó mis pasos. Puso en mi boca un cántico nuevo, un canto de alabanza a nuestro Dios; muchos verán esto, y temerán, y confiarán en el Señor”. (La Biblia de las Américas).
Dios a través de la sangre de Cristo puede librarnos del pecado y transformarnos conforme a su voluntad, cambiando completamente nuestra vida. Lo interesante de estos versículos de este salmo tiene que ver con que Dios no hace acepción de personas. Él no interviene únicamente en los casos excepcionales, donde hay grandes pecados sino que su gracia y su amor alcanza a todos los seres humanos sobre la faz de la tierra. Por cuantos todos hemos pecado, todos necesitamos del perdón de Dios a través de Cristo.
Todos los seres humanos estamos sujetos a la debilidad de la naturaleza pecaminosa que nos habita debido al pecado de nuestros padres Adán y Eva. Como consecuencia del pecado, toda la humanidad ha sufrido y sufre deformaciones a todos los niveles, y estas deformaciones en la salud, las relaciones interpersonales, la naturaleza, todo en general, se van intensificando con el paso del tiempo. El pecado deforma todo lo que concierne al ser humano.
Este cuadro de deformaciones humanas, constituyen para el ser humano un imperativo categórico verdaderamente desesperante, imperativo que extirpó del apóstol Pablo estas palabras de desánimo que han leído millones de personas a lo largo de la Historia: “Porque sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido a la esclavitud del pecado. Porque lo que hago, no lo entiendo; porque no practico lo que quiero hacer, sino que lo que aborrezco, eso hago. Y si lo que no quiero hacer, eso hago, estoy de acuerdo con la ley, reconociendo que es buena. Así que ya no soy yo el que lo hace, sino el pecado que habita en mí. Porque yo sé que en mí, es decir, en mi carne, no habita nada bueno; porque el querer está presente en mí, pero el hacer el bien, no. Pues no hago el bien que deseo, sino que el mal que no quiero, eso practico. Y si lo que no quiero hacer, eso hago, ya no soy yo el que lo hace, sino el pecado que habita en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo la ley de que el mal está presente en mí. Porque en el hombre interior me deleito con la ley de Dios, pero veo otra ley en los miembros de mi cuerpo que hace guerra contra la ley de mi mente, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte?”. (Romanos 7:14-24).
Y en este contexto de deformidades que ha producido el pecado, se nos presenta Jesús como el gran libertador. El hizo esta gran promesa: “Así que, si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres”. (San Juan 8:36). Y el mismo apóstol que escribió el libro de romanos, una vez que hayamos sido libertados por el sacrificio de Cristo, nos aconseja: “Para libertad fue que Cristo nos hizo libres; por tanto, permaneced firmes, y no os sometáis otra vez al yugo de esclavitud”. (Gálatas 5:1). Si hemos aceptado a Cristo como nuestro salvador personal, somos libres del pecado y tenemos vida eterna. La sangre de Jesús nos protege de las deformidades que causa el pecado y nos conduce a la felicidad, el gozo y el privilegio de ser cristianos nacidos de nuevo. ¡Él nos ha rescatado del hoyo de la destrucción!
Julio césar cháves escritor78@yahoo.com.ar
Dios a través de la sangre de Cristo puede librarnos del pecado y transformarnos conforme a su voluntad, cambiando completamente nuestra vida. Lo interesante de estos versículos de este salmo tiene que ver con que Dios no hace acepción de personas. Él no interviene únicamente en los casos excepcionales, donde hay grandes pecados sino que su gracia y su amor alcanza a todos los seres humanos sobre la faz de la tierra. Por cuantos todos hemos pecado, todos necesitamos del perdón de Dios a través de Cristo.
Todos los seres humanos estamos sujetos a la debilidad de la naturaleza pecaminosa que nos habita debido al pecado de nuestros padres Adán y Eva. Como consecuencia del pecado, toda la humanidad ha sufrido y sufre deformaciones a todos los niveles, y estas deformaciones en la salud, las relaciones interpersonales, la naturaleza, todo en general, se van intensificando con el paso del tiempo. El pecado deforma todo lo que concierne al ser humano.
Este cuadro de deformaciones humanas, constituyen para el ser humano un imperativo categórico verdaderamente desesperante, imperativo que extirpó del apóstol Pablo estas palabras de desánimo que han leído millones de personas a lo largo de la Historia: “Porque sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy carnal, vendido a la esclavitud del pecado. Porque lo que hago, no lo entiendo; porque no practico lo que quiero hacer, sino que lo que aborrezco, eso hago. Y si lo que no quiero hacer, eso hago, estoy de acuerdo con la ley, reconociendo que es buena. Así que ya no soy yo el que lo hace, sino el pecado que habita en mí. Porque yo sé que en mí, es decir, en mi carne, no habita nada bueno; porque el querer está presente en mí, pero el hacer el bien, no. Pues no hago el bien que deseo, sino que el mal que no quiero, eso practico. Y si lo que no quiero hacer, eso hago, ya no soy yo el que lo hace, sino el pecado que habita en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo la ley de que el mal está presente en mí. Porque en el hombre interior me deleito con la ley de Dios, pero veo otra ley en los miembros de mi cuerpo que hace guerra contra la ley de mi mente, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte?”. (Romanos 7:14-24).
Y en este contexto de deformidades que ha producido el pecado, se nos presenta Jesús como el gran libertador. El hizo esta gran promesa: “Así que, si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres”. (San Juan 8:36). Y el mismo apóstol que escribió el libro de romanos, una vez que hayamos sido libertados por el sacrificio de Cristo, nos aconseja: “Para libertad fue que Cristo nos hizo libres; por tanto, permaneced firmes, y no os sometáis otra vez al yugo de esclavitud”. (Gálatas 5:1). Si hemos aceptado a Cristo como nuestro salvador personal, somos libres del pecado y tenemos vida eterna. La sangre de Jesús nos protege de las deformidades que causa el pecado y nos conduce a la felicidad, el gozo y el privilegio de ser cristianos nacidos de nuevo. ¡Él nos ha rescatado del hoyo de la destrucción!
Julio césar cháves escritor78@yahoo.com.ar
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