Las masas viven entre letras, mensajes publicitarios, informativos, series ficcionales, programas de entretenimiento, deportes, en fin, lo social está empapado de ficción. Este negocio se llama ‘cultura’, pero este tipo de cultura no implica la televización de una ópera en el teatro Colón, sino la cultura de consumo que está al servicio de las etapas conformadoras de la vida. Esto es el consumo de la felicidad. Un filósofo dijo que esta es la cultura de la zapatilla, del peinado loco, de las golosinas, de la moda, de los electrodomésticos. La felicidad consiste en comer, andar en auto, en moto, -así lo dicen los que supuestamente saben. El consumismo me ordena qué debo pensar, donde tengo que ir, qué me tiene que gustar, qué frases debo saber y qué tengo que olvidar. Pero a mí sinceramente lo que dice el consumo no me interesa. El consumismo es mi esclavo, no mi amo. Yo le ordeno, él no me manda porque yo no quiero.
Es justo admitir que vivimos en un mar de microculturas, y estas están manejadas en términos de poderes tecnoculturales de alcances globales, homogeneizantes. Hoy, si sos joven tenés que estar bien empilchado para que te den bolilla los miembros del sexo opuesto. La vestimenta lo dice todo. El corazón no importa. Los dientes no importan. Lo que importa es qué vehículo tenés. Eso lo ordena la TV, y hay que cumplirlo. Sin embargo aunque lo diga la TV, a mi no me importa. A mi no me importa ni el rock que hace Charly García, ni los chistes frívolos que transmite el programa de Marcelo Tinelli, ni Rumores, ni ningún predicador de mensaje periodísticos del espectáculo. No soy ciego, y se que hay muchas personas que ven la realidad como yo. La sociedad me transmite lo ilusorio, lo frágil, lo superficial, pero por supuesto, pues, no me transmite la otra cara de la realidad. La cara de que, como nunca en la historia de la Argentina, hay perdedores y ganadores. Los pobres son los que pierden y el modelo burgués es el que gana. Los pobres son los que sufren y muy pocos son los que disfrutan de la vida. El lema es: “Todos para uno y uno para nadie”. Los obreros viven mal y en el mercado central se tira comida porque dicen que está en mal estado. Los humildes comen de la basura mientras que algunos caminan en una alfombra roja. ¡Estoy cansado del despotismo!
El arte estúpido del video clip no me llena el estómago. La nada no me nutre. Esto que me venden como libertad no es libertad. A veces pienso en la película ‘The wall’ de Pink Floyd. Me agrada Keating y su carpe diem. Sin embargo, me pregunto: ¿Después de que derribamos los muros qué hacemos? La película no lo dice. Hay que derribar los muros aunque la soledad siga vigente. Esto tampoco me interesa. ¿De qué sirve ser rebelde? De nada. Con la rebeldía no se logra nada. Lo que hace falta es saber lo que necesitamos realmente. Y eso que necesitamos realmente es Dios. El consumismo no, Dios, Jehová Dios. Depender de Dios es lo que importa. El apóstol San Pablo declaró: “Uno hace diferencia entre día y día; otro juzga iguales todos los días. Cada uno esté plenamente convencido en su propia mente. El que hace caso del día, lo hace para el Señor; y el que no hace caso del día, para el Señor no lo hace. El que come, para el Señor come; y el que no come, para el Señor no come, y da gracias a Dios. Porque ninguno de vosotros vive para sí, y ninguno muere para sí”, (Romanos 14:5-7). Tenemos libre albedrío, podemos derribar muros y quedar vacíos. O podemos depender de Dios. La elección es nuestra.
Julio C. Cháves. Escritor78@yahoo.com.ar
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