viernes, 19 de octubre de 2007

Cuando Dios calla


El término silencio puede referirse a muchas cosas. Puede referirse a la abstención de hablar, la falta de ruido, una pausa musical. Silencio, es el título que el escritor Edgar Allan Poe le puso a unos de sus cuentos. Silencio, es el título de una novela del escritor japonés Shusaku Endo. Ingmar Bergman filmó una película en 1963 llamada El silencio. Ahora, no quiero hablar de las aplicaciones del término silencio en ninguno de estos contextos, quiero hablar del silencio de Dios. Quiero hablar del silencio divino entendido como ausencia de pronunciamiento, resolución o respuesta a nuestras oraciones. Para el cristiano el silencio de Dios es forzado, inevitable. Nuestro Dios muchas veces guarda silencio con el fin de disciplinarnos, con el propósito de hacer que desarrollemos nuestra fe. Como en el cuento del hombre que camina con Dios en al arena, muchas veces miramos atrás, precisamente en los momentos de dolor, y vemos un solo par de pisadas en la arena. Es que Dios nos lleva cargados sobre sus brazos. Cuando Dios calla es que no necesitamos escuchar su voz. Su silencio es elocuente, inspirador, estimulante.
En el monte Sinaì, Dios les hablo a Moisés y a su pueblo, con truenos, relámpagos, y el sonido de fuertes trompetas que precedían y acompañaban la palabra de Dios. (Éxodo 19). Varios siglos más tarde, el profeta Elías anduvo en el mismo monte Sinaì procurando escuchar los mismos truenos, relámpagos y fuertes trompetas que sus ancestros escucharon, pero Dios no se manifestó de la misma manera, entonces, cuando ceso el ruido, el profeta Elías oyó un susurro silencioso y ahí Dios le hablo. (1 Reyes 19). Saber entender el silencio de Dios implica estar quieto delante de su presencia, sin ninguna ansiedad ni compulsión. La presencia de Dios espera pacientemente con ternura, comprensión, restauración. Claro que muchas veces habla con truenos y relámpagos como noche oscura, pero otras veces su silencio es la única respuesta que recibimos. Cuando pasamos por circunstancias apremiantes y advertimos un desenlace inevitable, y como si fuera poco Dios calla, debemos confiar en la soberanía divina ya que nuestro socorro viene de lo alto y Dios no se duerme. Él es nuestro guardador. Quizás el Señor lo único que nos diga sea lo mismo que le dijo al apóstol Pablo: “Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad”. Entonces, al oír esta sintética respuesta de nuestro Señor, nuestra oración sea: “De buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo”. En fin, Dios muchas veces guardará silencio para que nuestra fe mueva montañas. Es por esto que debemos aceptar sus silencios. Puede ser que calle y no emita palabra, pero podemos escuchar los latidos de su corazón. Pidámosle que durante sus silencios él aumente nuestra fe, de tal modo que podamos aceptar su trato soberano con nosotros.
julio césar chàves
escritor78@yahoo.com

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