martes, 17 de julio de 2007

Un ojo del hijo y un ojo del rey


Se cuenta la leyenda de un poderoso rey que con el afán de ponerle fin a la corrupción moral y estimular a sus súbditos a la pureza y la castidad, promulgó una ley en virtud de la cual disponía que a todo súbdito del reino que cometiese adulterio o fornicación se le quitaran ambos ojos.
Lamentablemente la tragedia la jugo una mala pasada al rey ya que el propio hijo del rey, bello joven de 24 años, fue en primero en infringir la ley promulgada por el monarca. Cuando llegó la noticia a oídos del rey, este paso algunas horas de angustiosa incertidumbre sobre lo que debía hacer. Por una parte, sus sentimientos paternales clamaban con toda la fuerza del corazón humano para que se perdonara al joven. Pero por otro lado esto no podía suceder ya que en el imperio, una vez sellada la ley con el anillo real, debía ponerse en vigencia y efecto, sin tener en cuenta de quien se tratase.
Luego de horas de meditación, el rey lanzó un suspiro de alivio, y escribió este decreto: “Las leyes de mi reino no pueden dejar de cumplirse. Cúmplase la ley en este caso también. Este castigo exige que se le quiten ambos ojos al culpable de la trasgresión de la ley. Por lo tanto, quítese un ojo a mi hijo y otro a mí”.
De la misma forma que el rey de esta breve historia estableció una ley que debía ser cumplida, nuestro Padre celestial ha establecido leyes morales y espirituales que nadie puede transgredir. Sin embargo, los hombres han transgredido las leyes de Dios, pecando contra el cielo. La falta de cumplimiento de la palabra de Dios implica serias consecuencias. El que peca quebranta la ley. Primero de Juan 3:4 dice: “Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley; pues el pecado es infracción de la ley”. Y la consecuencia del pecado, tristemente, es la muerte, dice romanos 6:23.
Desde que Adán y Eva pecaron, todos los seres humanos nacemos con la tendencia hacia el pecado. Todos hemos pecado, desobedeciendo de una u otra forma la ley, los mandamientos de Dios. En consecuencia, merecemos la muerte, merecemos ser condenados. Por otro lado, los insondables sentimientos de amor de nuestro Creador y Dios se sumen en angustia y su corazón se entristece, pues se trata de un Dios amoroso que ama a sus criaturas, y Dios es tan amoroso que el apóstol Juan dijo que el que no ama no conoce a Dios porque Dios es amor. (1 Juan 4:8). Ahora, aunque merecemos la muerte, Dios nos ama tanto que nos ha dado la solución. San Juan 3:16,17 dice: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él”. Si creemos en Cristo, somos libres de nuestros pecados y no seremos condenados, ya que la sangre de Cristo nos limpia y justifica delante de nuestro Creador. Claro que no basta con simplemente creer en Cristo intelectualmente y aceptarle de palabras nomás, sino que debemos consagrar nuestras vidas a él, haciendo su voluntad, orando, leyendo su palabra, y dejándonos transformar por su poder. En su inspirador libro Porqué tú escogiste los clavos, Max Lucado dice: “Qué bueno es estar incluidos. Pero no siempre es así. Las universidades te excluyen si no eres lo suficientemente inteligente. El mundo de los negocios te excluye si no estás lo suficientemente calificado y, lamentablemente, algunas iglesias te excluyen si no eres lo suficientemente bueno. Pero aunque estas instancias te puedan excluir, Cristo te incluye. Cuando se le pidió que describiera la anchura de su amor, Él extendió una mano a la derecha y la otra a la izquierda y se las clavaron estando en esa posición para que tú pudieras saber que Él murió amándote. ¿Pero no tiene esto un límite? Seguramente el amor de Dios tiene que tener un fin. ¿No te parece? Pero David el adúltero nunca lo encontró. Pablo el asesino nunca lo encontró. Pedro el mentiroso nunca lo encontró. En sus respectivas experiencias, ellos llegaron a tocar fondo. Pero en cuanto al amor de Dios, nunca ocurrió tal cosa. Ellos, como tú, encontraron sus nombres en la lista de amor de Dios. Y sin duda puedes estar seguro que Aquel que los puso allí sabe cómo pronunciarlos”.

Julio césar cháves
escritor78@yahoo.com.ar

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