jueves, 12 de julio de 2007

La vigencia de los diez mandamientos

Los diez mandamientos constituyen la suma del deber humano, es el compendio de las responsabilidades de los hombres ante Dios y sus semejantes. En el sermón del monte, Jesús, al dar un discurso, hizo referencia a los preceptos de Dios y explico a una muchedumbre de personas la profundidad y efectividad de las leyes de Dios. Mateo 5:21,22 registra las palabras del maestro: “Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; y cualquiera que matare será culpable de juicio. Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego”.
No hace falta asesinar a alguien para transgredir el mandamiento de no matarás. Basta con destruir a alguien con odio, acoso moral, hostigamiento, y todo tipo de armas psicológicas que atentan contra la felicidad de los demás. Lo mismo pasa con el mandamiento de no adulterar. No hace falta concretar el pecado. Si miramos a una mujer con otras intensiones y nos imaginamos el pecado, es porque ya hemos adulterado con ella en nuestro corazón. (Mateo 5:27). Los mandamientos de Dios rigen la conducta humana completamente. La palabra de Dios es más cortante que toda espada de doble filo y penetra hasta lo profundo del ser humano, abarcando los pensamientos, las emociones, los sentimientos y establecen una norma divina de verdad, la cual rige la vida misma.
Los mandamientos del Señor nos muestran nuestra condición humana y nos confrontan con nuestros pecados, sacando a luz nuestras intenciones y deseos no confesados. De hecho, una de las funciones de los mandamientos de Dios es señalar nuestras transgresiones y rebeliones contra nuestro creador. En romanos 7:7, el apóstol Pablo escribió: “¿Qué diremos, pues? ¿La ley es pecado? En ninguna manera. Pero yo no conocí el pecado sino por la ley; porque tampoco conociera la codicia, si la ley no dijera: No codiciarás”. Los mandamientos de Dios sacan a luz nuestros pecados y nos confrontan con la santidad de nuestro Creador. A este respecto, el apóstol Santiago nos refiere un consejo considerablemente ilustrativo: “Pero sed hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno es oidor de la palabra pero no hacedor de ella, éste es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí mismo, y se va, y luego olvida cómo era. Mas el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, éste será bienaventurado en lo que hace”.
Santiago lo que dice básicamente es que una persona que no presta atención a los mandamientos de Dios, es como cierto individuo que contempla su rostro en el espejo y ve defectos y marcas en su rostro y sigue su camino, omitiendo lo que vio, no dándole importancia. Entonces, sigue con el rostro sucio. En cambio, nos amonesta a mirarnos en los mandamientos del Señor, el espejo que nos muestra nuestra condición espiritual, no solo con el objeto de mostrarnos las manchas y las marcas en nuestro rostro espiritual, que es nuestra vida interior, sino que nos dice que busquemos pone en practica los mandamientos de Dios, limpiando de esta forma nuestras vidas con el jabón de la palabra de Dios. Entonces, cuando oímos la palabra de Dios y la ponemos en practica somos limpios y nuestras vidas cobra significado. La palabra de Dios pone de manifiesto nuestra necesidad de Dios y nuestra impotencia humana de alcanzar la salvación por nuestras propias obras, acercándonos a aquel que ofreció su sangre para hacernos justos y santos delante de nuestro amado Dios. Santiago 1:25 dice: “Mas el que mira atentamente en la perfecta ley, la de la libertad, y persevera en ella, no siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra, éste será bienaventurado en lo que hace”.
Julio césar cháves
escritor78@yahoo.com.ar

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