martes, 24 de julio de 2007

La actitud de una mujer admirable


Ana (heb. Hanah: gracia), fue una de las dos esposas de Alcana. Y era la preferida de su marido. Por esta causa, Penina, la otra esposa, afrentaba a Ana por el hecho de ser ella estéril. “Penina tenía hijos, mas Ana no los tenía”. Penina se jactaba de poder tener hijos e irritaba a Ana, haciéndola enojar, entristeciéndola, porque Jehová no le había concedido tener hijos. Por mucho tiempo Ana se sintió muy mal, estuvo amargada, triste, apocada, ya que aún no se había convertido en madre. (Vale decir que en aquella época la maternidad era muy importante). Cierto día su marido la vio llorando y la preguntó: “Ana, ¿por qué lloras? ¿Por qué no comes? ¿Y por qué está afligido tu corazón? ¿No te soy yo mejor que diez hijos? Y se levantó Ana después que hubo comido y bebido en Silo; y mientras el sacerdote Elí estaba sentado en una silla junto a un pilar del templo de Jehová, ella con amargura de alma oró a Jehová, y lloró abundantemente. E hizo voto, diciendo: Jehová de los ejércitos, si te dignares mirar a la aflicción de tu sierva, y te acordares de mí, y no te olvidares de tu sierva, sino que dieres a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida, y no pasará navaja sobre su cabeza”. (1 Samuel 1).
¿Qué hizo la sufriente Ana? ¿Buscó la venganza de su rival, Penina? “Y se levantó Ana”. No se contentó con su situación. Se canso de que Penina se burlara de ella, entonces, recurrió a Dios pidiéndole su intervención. Fue al templo a orar y él sacerdote Elí pensó que estaba ebria, pero luego de hablar con ella se dio cuenta de que Ana verdaderamente estaba derramando su corazón delante de Dios. La petición de Ana fue concedida. Ana no tuvo su primer hijo y después creyó; Ana creyó y después tuvo su primer hijo. Apenas tuvo a su primer hijo, Ana fue y lo consagró a Dios como había prometido. Si Dios otorgaría premios Nobel a la fe, entonces, Ana sería una de las galardonadas. Los que saben de premiaciones arguyen que el premio Nobel se lo merece únicamente aquella persona que hace historia. Y Ana se lo merecía porque realmente estaba escribiendo la historia de la humanidad. Ana tuvo la actitud de recurrir a Dios y no le pidió a Dios una carga más liviana sino una espalda más fuerte. Ana tomó la iniciativa y Dios respondió. El hijo de Ana iba a ser una figura excepcional en la historia de Israel. Con fuerza moral y espiritual, en el curso de su vida, el profeta Samuel acabó con la idolatría en Israel, e hizo que fuera exaltado en toda la región el único Dios verdadero, y estableció la monarquía. La oración de Ana cerró una época que por períodos alcanzaba cotas de anarquía, una etapa de vergüenza y humillación, aliviada sólo por temporales lapsos de libertad y prosperidad. Y abre la puerta a la era de grandeza de Israel. Cuando creemos en nuestro Dios y recurrimos a él en oración, al igual que Ana, el nos oye y nos libra de la esterilidad. Por supuesto que Dios maneja sus tiempos ya que él es pertinente, inmanente, asertivo. “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias”, dice el apóstol Pablo en Filipenses 4:6.
La historia de Ana es significativa por nos hace ver que, aunque en aquella época había reyes, batallas, y reinos que demandaban la atención de Dios, Dios interviene en la circunstancias de los oprimidos. Cuando Ana oro, ella entendió que todo lo que viene de Dios es perfecto, y consecuentemente le prometió a Dios que le consagraría su hijo. Santiago 1:17 dice: " Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación." La historia de Ana nos enseña que el sufrimiento tiene un propósito. Nos enseña que en los momentos de dolor nos encontramos habitualmente con el amor de Dios. Nos enseña que Dios escucha nuestras oraciones. Nos enseña que con fe podemos resurgir de las cenizas. La admirable actitud de Ana, su fe y su abnegación son un paradigma de confianza en Dios. Es común que los cristianos piensen que Dios los ha dejado solos en medio de su dolor. Pero la realidad es que Dios no es tan cruel como para dejarnos ver las palmeras en el horizonte y dejar de morir de sed sobre la arena caliente. Dios es nuestra vía de escape, él nos muestra su amor inmanente, justo cuando lo necesitamos. Debido a la fe, la historia de Ana tiene un final feliz. El profeta Isaías 43:18-19 finalmente nos dice: “No os acordéis de las cosas pasadas, ni traigáis a memoria las cosas antiguas. He aquí que yo hago cosa nueva; pronto saldrá a la luz ¿no la conoceréis? Otra vez abriré camino en el desierto, y ríos en la soledad”.
Julio césar cháves
escritor78@yahoo.com.ar

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